Llega indeciso a la cama, tanteándome. Busca mi calor zigzagueando, como si no quisiera que se notara su frío, su urgencia por quedarnos dormidos juntos. Pegados. Tocándonos lo más posible, compartiendo el aire que respiramos.
Trato de imaginar la vida sin él y no entiendo cómo pude vivir antes de su presencia. Ha sido el primero y no habrá otro igual, no quiero que lo haya. Amo sus exigencias sin autoritarismo, su entrega sin sumisión.
Nos queremos tanto que a veces pienso que deberíamos hacer un pacto de sangre, de muerte, de vida. Tatuarnos el nombre del otro, hacer una película de nosotros, tapiar la puerta y encerrarnos a vivir solos el fin, ese que sin estar próximo se acerca cada día.
Deberíamos casarnos. Con fiesta y baile y banquete y mesa de regalos. Deberíamos viajar en avión y en barco. Lanzarnos en un salto bungee. Nadar.
Toco las partes de su cuerpo más frías. Lo abrazo, lo siento respirar a un ritmo que imito para acercarnos más, para estar más juntos, para sincronizarnos desde adentro, para convencerlo de que soy suya y lo amo.
Pero él es un gato –sólo un gato dirían algunos– y yo vivo atrapada en este cuerpo de mujer, de mujer que disfruta dejarse querer.