El trabajo de conocerse fue un trabajo arduo y lento. Había que filtrar conversaciones en las que había más de cuatro personas, ir identificando gestos y actitudes, observar con atención todos los detalles característicos del otro y recordarlos, además de lidiar con maestros, exámenes, materias por exponer, laboratorios, tareas, trabajos en equipo y los problemas propios de las familias con adolescentes, que nunca saben como tratarlos.
Afortunadamente ambos creían que sabían quienes eran y qué buscaban, así que hablaban abiertamente y no se perdían en pretensiones confusas.
Como si sólo estuvieran pasando el tiempo que les faltaba para ser mayores de edad, ese día luminoso en el que llegarían hasta una ventanilla con reja metálica a canjear su infancia desgastada por una preciosa caja con enorme moño rojo en la que estaría envuelto su sanforizado, único, flamante, e inmaculado futuro.
(continuará).
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